Dicen que la felicidad es el resultado de una simple fórmula: realidad menos expectativas. Algo no muy distinto sucede en la política y puede quizá explicar parte de la sensación que existe hoy sobre la economía nacional. 

Cuando se selló la elección del gobierno de Peruanos por el Kambio, con el presidente Kuczynski al frente, las expectativas de la economía se hincharon. Según la encuesta del BCRP, de 46 puntos sobre 100 posibles en marzo del 2016, se pasó a 62 puntos en agosto del mismo año (un puntaje de más de 50 refleja un escenario optimista). Más allá de las promesas electorales o del equipo técnico que trajera el nuevo presidente, el cambio era estructural: se cambiaba un gobierno percibido como escéptico de la inversión privada por un gobierno pro-inversión privada. De ahí los puntos extra en la encuesta.

Pero las altas expectativas pasan factura. A pesar de que la economía peruana tiene fundamentos sólidos -inflación controlada, baja deuda pública, bono demográfico, integración comercial con el mundo, entre varias otras características envidiables- y la segunda tasa de crecimiento del PBI más alta de Sudamérica, en este primer año de gobierno no hemos logrado salir de la sensación de aletargamiento que cayó encima luego del escándalo de Odebrecht y el Niño Costero. El affaire Chinchero y las tensiones con el Legislativo ciertamente intensificaron el problema.

Entre los principales aciertos de este primer año se cuentan la sustitución del SNIP por el nuevo sistema de inversión pública Invierte.pe, la reorganización de Proinversión, el destrabe de algunos grandes proyectos de infraestructura que venían siendo postergados por años, y el impulso que se le dio en los primeros meses a la simplificación burocrática a través de decretos legislativos. Este último punto ha sido largamente pasado por alto en medio del ruido de la discusión política tradicional, pero merece reconocimiento -sobre todo el DL que establece la obligatoriedad de un análisis de calidad regulatorio periódico para toda norma del Ejecutivo-.

Por otro lado, los desaciertos del gobierno tampoco han sido exiguos. La reforma tributaria -con énfasis en la formalización de la economía- aún no cumple con lo prometido y ha impactado negativamente en los ingresos del Estado, mientras que la ejecución de la inversión pública sigue en negativo. El manejo de Chinchero le costó caro a un gobierno que enfrenta una oposición política dispuesta a hacerle pagar cada error con vuelto y yapa.

Si hay un aspecto en que, al término del primer año, el gobierno tiene más en el debe que en el haber, ese es el campo de inversión privada y creación de empleo formal. A la fecha, nuestra economía acumula 14 trimestres consecutivos de caída de la inversión privada, el período más largo de contracción desde que se empezó a medir la serie en 1980. En consecuencia, la creación de empleos de calidad también ha sido pobre: el año pasado creamos tan solo 113 mil puestos de trabajo formales, la mitad de los cuales corresponden al sector público. Para poner la cifra en contexto, cada año entran al mercado laboral casi 300 mil jóvenes. Y si bien la actual administración tiene entre poca responsabilidad por los empleos generados durante el 2016, lo que va del 2017 no se ve mucho mejor.

El riesgo de los balances a un año es que a veces resulta demasiado fácil perder la perspectiva. El Perú no se acaba en el 2017 ni en el 2018. Es tentador ver las cifras de un par de trimestres y concluir que se está haciendo un buen o mal trabajo. Pero la verdad es que lo realmente importante no está aquí, sino en las reformas estructurales, que son tanto o más urgentes que la tasa de crecimiento del semestre. Por aquí pasan la reforma laboral, la reforma política, la del Poder Judicial, la del sector salud, y un amplísimo etcétera. Todas ellas van a depender de los compromisos que logre el Ejecutivo con Fuerza Popular. Esperemos que, en estas sí, la realidad supere a las expectativas.